Y cambió entero todo convirtiendo la
montaña en oro, oro blanco y reluciente. Cada copo que caía relucía con el Sol
que asomaba sin dolor. Una fina capa de escarcha empezaba a cubrir mis botas y
los copos seguían cayendo aquella dulce mañana. Poco a poco la nieve fue
dominando las calles, mientras una taza de chocolate calentaba mis gélidas
manos. El vapor de mi taza derritiendo iba los copos que en su interior caían.
Sin embargo, el Sol oculto tras las nubes ya no veía y un ensordecedor bramido
se acercaba a mis ojos. La taza calló ennegreciendo el suelo y mi cuerpo refugio
buscó aquella dulce mañana.
Ahora desde mi ventana vi llegar al viento y al
granizo golpeando todo cuanto a su paso habían visto. La nieve hundida por los
golpes quedaba, aprehendiendo en su interior canicas congeladas. La mañana
tornó álgida aunque las calles continuaban blancas como espejos. Pero con color
tan puro fácilmente contrastaban las nubes que de fondo veía cargadas de agua.
Tan oscuras como la sombra del árbol que tras mi casa había.
Minutos bastaron
para que desde mi ventana solo viera el cielo cayendo en forma de tormenta.
Rayos, truenos y una avalancha de agua surgiendo de la nada aquella mañana. Y
de pronto un sonido sobrehumano hizo estallar los cristales del fondo del
pasillo. Llegué con el pulso agitado y en el suelo todos los cristales
derramados. La ventana quedó libre y tras su marco un fuego azul que iluminaba bajo
la lluvia con su luz. El árbol había caído partido por un rayo, mientras su
fuego se apagaba en el reflejo de mi mirada.